Sabía que en su cara cabían treinta besos, pero le gustaba subir la cifra hasta el doble, sobre todo en los labios.
Había elaborado un mapa de su cuerpo con absoluta precisión utilizando tan sólo la boca, aunque disfrutaba recorriéndolo con la suavidad de las manos.
A veces, acariciaba en un descuido del inconsciente los lugares donde ella había estado, como si pudiera atrapar a su fantasma.
Y se perdía con frecuencia en la profundidad de sus ojos, donde cabían todos los océanos con todos sus misterios.
Acababa la jornada dándole un beso en la espalda
porque ella solía estar dormida cuando él llegaba.
A veces, las lágrimas acudían a bañar su rostro porque
la felicidad no siempre se traducía en sonrisas.
A dónde fueran esas lágrimas no es algo que le preocupara
lo más mínimo, pero él se empeñaba en ponerles nombre a todas
antes de que se secaran o cayeran al suelo, porque cada una era preciosa.
Aguantaba cada día el dolor que el amor le causaba
para que ella no notará el dolor que sufría.