Cada noche me acuesto
con fuego en la piel
y el silencio en la espalda.
Te miro —a veces duermes,
otras finges que no existo—
y me muerdo las ganas
como un perro atado a un poste
en mitad del invierno.
No te culpo,
aunque a veces quisiera.
Sólo duele la necesidad,
este deseo sediento,
como una hiedra salvaje
trepando por dentro,
mientras el tuyo
se marchita sin ruido,
como flor que no pide perdón al secarse.
He intentado ser ternura,
ser juego,
ser espera.
Pero a fuerza de rechazo
uno deja de tocar
por miedo a quebrarse.
Y me pregunto
si este amor aún nos contiene,
o si sólo queda
la costumbre de no soltar.
¿Será esto la vida que me queda?
Un lecho frío,
una sed sin nombre,
una puerta que no se abre jamás.
No veo salidas.
El amor no vuelve.
El deseo no cesa.
Y a veces pienso —sin dramatismo,
sin sangre—
que tal vez la muerte
sea la única pausa posible.