Llueve, dentro y fuera,
y cada gota sabe caer con una resignación conocida,
como si supiera que su mundo no la escucha
y aun así insistiera.
Dentro, el cristal tiembla con diminutos latidos
que no son míos
pero duelen igual.
Ti tá, ti tá...
Fuera, el paisaje se deshace,
descolorido, diluido, cansado,
como esa verdad que ya no tiene fuerza
para sostenerse en pie.
Fuera, todo es un borrón ocre,
el álbum de fotos que ella dejó
demasiado cerca del olvido.
Dentro, desde mi dentro,
solo veo cómo la lluvia
se toma su tiempo para caer,
exactamente el mismo tiempo
que tarda un pensamiento triste
en instalarse donde sabe que no lo quiero.
Dentro, reconozco algo en estas gotas
que me traen su recuerdo:
esa forma de aparecer sin avisar,
de quedarse donde duele,
de deslizarse lento,
de desaparecer sin despedirse.
Fuera y dentro,
la tristeza tiene el mismo sonido,
el mismo olor a tierra mojada,
este color de finales,
y esta torpeza suya
para decir sin decirlo
que ya no queda nada que esperar.
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